El internet será nuestra perdición | Frank Bruni

Nora Ephron alguna vez escribió un ensayo brillante sobre cómo ella y muchas otras personas pasaron de estar enamoradas del correo electrónico, cuando sentían la emoción de descubrir una nueva y veloz manera de mantenerse en contacto, a odiar el infierno de no poder desactivarlo.

He llegado a tal punto que todo el internet me hace sentir así.

Al inicio era un sueño dorado de conocimiento expandido y conexión mejorada. Ahora se ha convertido en una pesadilla de sesgos manipulados y odio expandido como una metastasis.

Antes de que al parecer comenzara a enviarles artefactos explosivos por correo a Barack Obama, Hillary Clinton y otros, Cesar Sayoc encontró motivación en línea —quizá no en la forma de instrucciones para fabricar explosivos, sino en el sentido de que podía vociferar sus resentimientos ante un auditorio que no lo repudiaba, sino que se hacía eco de los mismos mensajes—. Los validaba y los cultivaba. Absorbía algo oscuro y lo convertía en algo aún más lúgubre.

“Para cuando lo arrestaron en Florida el viernes”, reportó The New York Times, “Sayoc parecía encajar con el perfil ya conocido por todos de un extremista moderno, radicalizado en línea y atrapado en un vórtice de furor partidista”.

Robert Bowers, acusado de asesinar a once judíos estadounidenses en Pittsburgh la mañana después del arresto de Sayoc, alimentó su locura y estimuló sus fantasías sangrientas en ese mismo vórtice digital. Mientras Sayoc creaba nichos terribles en Facebook y Twitter, Bowers encontró un refugio para sus pasiones racistas, xenofóbicas y antisemitas en Gab, una red social que se lanzó hace dos años y que ha servido de criadero para los nacionalistas blancos. Ahí se congregaron, se lamentaron y se alentaron —sin restricciones— con una eficacia que simplemente no existe fuera de la web.

Fue en internet, con su privacidad y su anonimato, que Dylann Roof investigó sobre la supremacía blanca y adquirió su convicción malvada de que la violencia era necesaria. Después entró a una iglesia histórica en Charleston, Carolina del Sur, y les disparó a muerte a nueve feligreses afroestadounidenses en junio de 2015.

Fue en internet —en Facebook, para ser exactos— que Alek Minassian publicó un juramento de lealtad a la “rebelión de los célibes involuntarios”, que se refiere a los resentimientos de los hombres “involuntariamente célibes” que no pueden lograr que las mujeres tengan sexo con ellos. Después usó una furgoneta para atropellar y asesinar a diez personas en Toronto en abril.

Los enclaves de internet deformaron las cosmovisiones de todos estos hombres, y los convencieron de la prioridad y la pureza de su furia. La mayoría de nosotros jamás habíamos escuchado el término “célibe involuntario” antes de la masacre de Toronto. Sin embargo, fue la pieza central de la vida de Minassian.

La mayoría de nosotros no estaba familiarizado con HIAS, un grupo judío que reubica refugiados. Sin embargo, esas iniciales dominaron las teorías conspirativas antisemitas de Bowers. Eso refleja el poder que internet tiene para presentar los agravios falsos como si fueran obsesiones legítimas y darles a los prejuicios la apariencia de ser ideales.

La tecnología siempre ha sido un arma de doble filo: el potencial y el peligro. Eso es lo que Mary Shelley exploró en Frankenstein, que este año celebra su aniversario doscientos, y desde entonces ha sido el tema principal de la ciencia ficción.

Internet es la paradoja más monstruosa de la tecnología escrita. Es una herramienta inigualable e itinerante para el aprendizaje y para el surgimiento de comunidades constructivas. Sin embargo, también es inigualable en la divulgación de mentiras, la reducción de los intereses y la erosión de la causa común. Es un bufé glorioso, pero lleva a los usuarios a los extremos: solo la carne o solo los vegetales. Estamos ridículamente sobrealimentados y desastrosamente desnutridos.

Crea terroristas. Y, por si fuera poco, siembra hostilidad al mezclar la información y la desinformación a tal punto que no hay forma de diferenciar lo real de lo ruso.

No me crean a mí. Créanlo por lo que ha dicho un gigante de Silicon Valley cuyos softwares dependen de nuestra adicción al internet. En una conferencia en Bruselas, Tim Cook, director ejecutivo de Apple, advirtió: “Las plataformas y los algoritmos que prometían mejorar nuestras vidas en realidad pueden amplificar nuestras peores tendencias humanas”.

“Los actores deshonestos e incluso los gobiernos se han aprovechado de la confianza de los usuarios para agravar las divisiones, incitar la violencia e incluso socavar nuestro sentido de lo verdadero y lo falso”, agregó.

Esto fue hace una semana, antes del arresto de Sayoc, antes del ataque de Bowers, antes de que Jair Bolsonaro, un populista de extrema derecha, ganara la elección presidencial de Brasil. Como lo informó The New York Times, las fuerzas a favor de Bolsonaro al parecer intentaron afectar a sus oponentes y ayudarlo inundando WhatsApp, la aplicación de mensajería propiedad de Facebook, “con un torrente de contenido político que dio información errónea sobre las direcciones y los horarios de las casillas electorales”.

Ese mismo artículo de The New York Times señaló que, el lunes, una búsqueda de la palabra “judíos” en Instagram, el sitio para compartir fotografías, daba como resultado 11.696 publicaciones con la etiqueta #JewsDid911 (los judíos son responsables del 11s), con la que se culpaba de manera demencial a ese grupo religioso por los ataques del 11 de septiembre de 2001, junto con imágenes y videos grotescos que satanizaban a los judíos. El antisemitismo podrá ser antiguo, pero este sistema para expresarlo es completamente moderno.

Además, es profundamente aterrador. No sé exactamente cómo relacionar la libre expresión y la libertad de expresarse —que son primordiales— con una mejor vigilancia de internet, pero estoy seguro de que debemos abordar ese desafío con más apremio del que hemos mostrado hasta ahora. La democracia está en juego… y también las vidas de muchas personas.

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