Prieta, Disca y Oaxaqueña

Esto es lo que nombro cuando elijo mi lugar de enunciación. Esta historia de vida, de vidas de mujeres oaxaqueñas, esas canciones en zapoteco, esa abuela que hace trenzas de colores llenando de papel picado el lugar de mi fiesta, o yendo al puerto por un vestido y aprovechando para traer bolsas cargadas de maravillas.

La historia que cuenta mi madre, desde la que empieza a enunciarse después de años de haber elegido no hacerlo, es la historia de muchas de nosotras que aprendimos que nos “iba mejor” (aunque no era cierto) si intentábamos “camuflajearnos”. Nosotras no elegimos la vergüenza, el desplazamiento, el abuso; nos fueron dados y no teníamos palabras ni teorías para nombrarlos y enfrentarlos.

Ahora las tenemos, pero más allá de cualquier teorización lo que tenemos son nuestras palabras entretejiéndose al contarnos una a la otra, lo que tenemos es la palabra juntas, lo que tenemos es esta herencia de ancestras zapotecas y esta oaxaqueñitud que somos.

A mí me costó mucho enunciarme porque sentía que no me correspondía (de hecho, el mundo siempre me dijo que ningún lugar me correspondía).  Ahora me nombro y no exijo ni quiero un lugar en ese mundo que siempre me señaló como lo no deseado (la no deseada, la deshechable), ese pueden quedárselo. 

Hay otro mundo en el margen y hemos descubierto que el margen es el centro de toda verdadera potencia. Así que nos nombramos ahora y eso parece darles una rabia infinita, tan acostumbradas a nuestra no enunciación, a nuestro silencio, a nuestra condescendencia con sus violencias, tan acostumbradas a que no nos nombráramos.

Ahora me nombro, porque si no me nombro, si no me doy voz dejo abiertos espacios para la reterritorialización, el extractivismo y la apropiación de quienes -con la mano en la cintura- deciden que pueden nombrar cosas desde cierta blanca superioridad que nunca entenderá (aunque lo finja) los procesos familiares comunales que nos han atravesado a todas nosotras. Las desplazadas, las que anhelamos volver y no tenemos como, las que estamos peleando con toda nuestra sangre ese merecido y anhelado retorno. Por nosotras, por nuestras madres, por nuestras ancestras. Por eso me enuncio, me reconozco, me nombro.

Llevo  años en este camino de elegir el lugar de enunciación y me ha costado muchísimo (Caty me llevó mucho de la mano y también Naye; dos amoras que me supieron decir que debía, podía, merecía nombrarme); tuve que resolver mis dudas, hacerme millones de preguntas, moverme de lugares, renunciar, transformarme, ir hilando fino el tejido de las historias que me anteceden y analizando con lupa la mía propia. Así que es agobiante (y enrabiante)  la naturalidad con que nuestras vivencias son extractivizadas por cierta “progresía” en pos de ser “buenas samaritanas blancas”, que se insertan en medio de lo comunitario que no les pertenece y que utilizan para posicionarse en ciertos lugares. No es de extrañar, a la blanquitud le es dado lo que señala con capricho, mientras  a nosotras nos es negado hasta lo que traemos en la piel, en la historia, en la infancia de niñas de puerto.

Por eso me nombro en voz alta: prieta oaxaqueña, prieta disca oaxaqueña, hija/nieta de esa estirpe de mujeres enfermas, prietas, zapotecas. Una estirpe que me llena de orgullo, que me hace reconocerlas en toda su dimensión de resistencia por el simple hecho de existir, cuando “no se suponía que sobreviviéramos” (Audre Lorde Dixit). 

Resistencia vuelta carne y sangre. Huelga encarnada. Nosotras ya éramos dique contra el sistema, practicando la comunal sobrevivencia. Rebeldía desde antes de que empezaran a “teorizarnos” y desde antes de que el indigenismo se beneficiara económicamente de la caricaturización y hegemonización de nuestras existencias. 

Desplazadas por quienes toman nuestras tierras, cultura, tejidos y redes, hemos pensado mucho en la comunalidad, en cómo la hemos practicado siempre. Hemos sentipensado juntas el modo en que se practica la comunalidad en mi familia de mujeres enfermas. Una comunalidad formada dentro  de nuestra comunidad pero también dentro del desplazamiento.

En el desplazamiento nos encontramos con otras paisanas con quienes hicimos comunidad en cada lugar para sentirnos cerca, para seguir juntas, para saber que no estábamos tan lejos. En Puebla, en CDMX, en Tabasco, en todos lados nos encontramos, armamos y tejemos, nos vemos, festejamos la fiesta de la Santa Cruz, nos toca la mayordomía, llevar la comida o ser capitanas. Creamos una amorosa red para sobrevivir el desplazamiento, una comunalidad fortísima que es columna vertebral para poder volver y también para encontrar el modo de no haberse ido nunca.

Yo aprendí la comunalidad al lado de mis tías y riendo con mis primas, en las comidas familiares, en los velorios, en el cuidado de las enfermas, en los modos de resolución de conflictos que pasaban siempre por la opinión de mi abuela, que sentaba a ambas partes a dialogar hasta que el problema quedaba resuelto. 

Yo aprendí la comunalidad de mi madre y su enorme affidamiento con sus primas para resolver juntas lo que hubiese que resolver. Yo aprendí la comunalidad de las vecinas todo el tiempo en casa, solucionando los asuntos de la cuadra. Yo aprendí la comunalidad de las paisanas amigas de mi abuela, las que siempre nos han rodeado de amor y a las que siempre hemos rodeado de amor (y de comida y de bebida y de “hice dulce de tejocote y le traje un poco” y un poco es un pote de 2 litros).

Yo aprendí la comunalidad en casa de mi tío Godo y mi tía Chata, siempre a puertas abiertas y con comida y bebida para quien pasara por ahí, además de las risas, los cantos y los llantos.

Y esa comunalidad que aprendí en lo familiar la aprendí más por lo comunal que por lo familiar (en su sentido heteronorma/engranaje del sistema); porque no es lo mismo lo familiar inscrito dentro del tejido de ciertas comunidades y territorios -donde la familia rompe con su constitución colonial-, que lo familiar inscrito como institución que sostiene el capitalismo patriarcal. Y esto hay que tenerlo claro porque la idea es justo hacer resistencia a esa familia que institucionaliza las relaciones. Hay que encontrar maneras de resistirla  y solo pueden ser desde la comunalidad.

Sé quién soy, sé en qué terreno estoy parada y desde dónde es que me he prodigado a otras durante mi vida, y digo “otras”, porque hablo de las que eligieron no ser “nosotras”. 

Yo no las concebía ‘otras’ y no sabía que estaba siendo emocionalmente extractivizada, doble dureza que ocurre durante el desplazamiento.

Usaron y abusaron esa costumbre de darse porque sentían que así “tiene que ser”; finalmente nosotras estamos hechas para servir ¿no? Lo que yo concebía como amistad y comunidad muchas lo concebían como mi obligación y su derecho. Tardé años en darme cuenta, porque yo me estaba prodigando desde esa comunalidad que aprendí de las mujeres zapotecas que siempre me han rodeado. Así que si han vivido en la casa, si han sido acompañadas en su procesos, si les he cuidado, si siempre cuentan con mi llamada cuando es necesario, si han dormido en mi cama, en un tendido en la sala; si he ido a amenazar a su bato “si la lastimas te mato”, si he ido por ustedes a las tres de la mañana, si les he recibido siempre en casa con las puertas abiertas y comida en la mesa, si donde comen tres comen diez, si les he prodigado mis saberes, mi casa, mi ropa, mi amor(a), mis dudas, mi ternura, mi alimento, mi cora… Sepan que todo eso es parte de la comunalidad que yo le aprendí a las mujeres discas y zapotecas que son mi familia y que me forjaron ésta que soy y ésta que hoy se nombra para nombrarlas. Binizaá. 

Curioso, por decir lo menos, que desde que elegí nombrarme desde mis discapacidades y mi ser binizaá muchas eligieron desvincularse de mí, parapetándose en la peor parte del patriarcado capitalista y extractivista, intentando negarme el derecho a nombrarme. Curioso, y a la vez no, porque esa desvinculación ya estaba marcada desde antes, desde que me veían en mi casa pero no era invitada a sus fiestas u otros círculos (en los que evidentemente no cabía), desde que si íbamos a ir a un mismo sitio eligieran ir por separado y mantener distancia, desde que sabían compartimentar dónde y cuándo yo era bienvenida y dónde y cuándo no… y lo hicieron tan bien que yo ni siquiera lo notaba; lo noté ahora que enfermé y fui yo quien necesitó el sostén, el sostén que siempre les di. 

Caí al vacío o eso creía, porque no, no caí al vacío, caí en un hermoso grupo de señoras sentadas que me puso una silla a su lado, caí también al lado de las amoras prietas, del valle, de la costa, de la sierra, que siempre supieron que un día me iba a dar cuenta de que sí merecía nombrarme y ya me estaban esperando, caí en un grupo de mujeres mayores de 70 años (la mayoría oaxaqueñas) que me están devolviendo las palabras necesarias para hablar de nosotras, caí en la red de las que están ahí (aquí) desde hace años, sin soltarme la mano.

Caí en mí, en mi lugar de enunciación, en mi sonrisa nueva de ser ésta que siempre he sido. Gracias a quienes se fueron porque hicieron espacio a quienes llegaron, esa marabunta de maravillosas mujeres que saben de affidamiento, raíz, #solidaridadenferma (como dice Isaura), ancestras y lumbrera.

Me nombro: *Prieta, disca, oaxaqueña* y sonrío porque lo que habito y me habita sólo puede ser nombrado desde esa poderosa combinación que ya es en sí misma resistencia. Y desde ese re-existir es que ahora, esta mujer desplazada que soy, toma su lugar en el mundo, lo habita desde el territorio que yo misma soy y sé con toda mi sangre y la fuerza de toda mi ancestralidad que lo binizá no me puede ser arrebatado. Al territorio amado he de volver pronto a ser cobijada por las mías (de las que soy tan suya): prieta, disca, oaxaqueña. Traigo y cuido mi palabra, como quien cuida el fuego porque alumbra y da calor. 

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