Los rostros inciertos de la desaparición –
#Hablantes 🗣️
✍🏼Por: Fabrizio Lorusso
En la obra del artista y diseñador guanajuatense Gastón Ortiz, cuarenta y ocho rostros difuminados, en representación de más de ciento treinta mil personas desaparecidas en México, cuelgan de hilos inciertos, escurridizos, y cuestionan al visitante proyectando un fajo de miradas ausentes. En Guanajuato son casi cinco mil quinientas las personas que nos faltan a la fecha. De vez en cuando, en alguna carretera o terminal de camión, o bien, en redes sociales, reaparecen al transeúnte, al automovilista y al navegante digital dentro de fichas y alertas de búsqueda, frías, como fotografías encapsuladas en un marco, serializadas, y ya, por terrible frecuencia de las propias ausencias en el estado, pasan casi desapercibidas, entre espectaculares y señales.
Los dos polípticos que componen la obra de Ortiz, expuestos en la Ibero león el año pasado, se fragmentan en docenas de piezas y se presentan como un tendedero, las hojas oscilantes de un árbol suspendido, indiferente al tiempo y cargado de expectación para el reencuentro. Me parece una metaforización gráfica de la ruptura, el quiebre social y comunitario de la desaparición, el proyecto de vida trunco de quienes fueron desaparecidos y desaparecidas, y la idea de que también el entramado de relaciones familiares y de todo tipo se van destruyendo en el entorno y en el interior de quienes se quedan y buscan.
Hay ecos aquí del doble espejo de la desaparición, concepto trabajado por la antropóloga e historiadora colombiana María Victoria Uribe, es también la suspensión del tiempo y del espacio, su bifurcación, más bien, en dos caminos distanciados y dolientes: el de quien busca, el de quien se encuentra desaparecido. Pero la fragmentación es también la que, en muchas ocasiones, las propias autoridades responsables de la investigación y la búsqueda generan en las personas sobrevivientes de la violencia y en los expedientes y diligencias que malamente integran.
El conjunto de estos retratos de Ortiz, emanados de las huellas que rememora el autor a partir de fichas y publicaciones de personas desaparecidas, resuena y aparece como un “árbol de la memoria”. Este es un dispositivo de esperanza que los colectivos de búsqueda han incorporado a su repertorio de lucha y que suelen instalar en las plazas públicas de las ciudades para visibilizar la ausencia de sus seres queridos, a la vez que reafirman que allí están, aunque otros quisieron borrarlos. Así como los bordados, fruto de muchas manos que, como fueran una sola, tejen la memoria y los nombres de sus seres queridos en urdidumbres resistentes que se vuelven escudos contra la indiferencia y estandartes para las marchas y la exposición de vidas ausentes, pero hechas presentes en el espacio público.
Las alertas de búsqueda, consecutivas y estandarizadas, difundidas por las autoridades, allí se convierten, a contracorriente, en imágenes subjetivas y humanizadas, en artefactos memoriosos y vivenciales, como listones y placas, epígrafes y mensajes, cartas y recuerdos, sonrisas y presencias impresas en fotografías. La gente, transeúnte permanente del espacio urbano, las nota o trata de evitarlas, cultiva su empatía o aprende a reprimirla, pero difícilmente las puede ignorar.
También Guanajuato, en donde se formaron en 6 años cerca de veinte y siete colectivos de buscadoras y buscadores, sobre todo a partir del 2019, ha entrado en el doloroso mapa nacional de la violencia, por lo que urgencia e importancia se unen en la emergencia de iniciativas de activismo, arte, memoria, denuncia, investigación, organización y solidaridad para visibilizar el fenómeno y las reivindicaciones, así como los centenares de fosas clandestinas y las atrocidades en la región y el país.
La huella que deja la composición de Gastón Ortiz se substancia en la visión de alteridades desdibujadas que se resisten a ser canceladas, que interpelan a la sociedad entera, porque de todos y de todas son las personas que fueron desaparecidas y que las autoridades, muchas veces omisas o cómplices, deben de buscar por ley, pero sobre todo por mandato ético y político.
La incertidumbre y el sufrimiento emanan de las múltiples facetas de la desaparición, retratada en rostros inciertos que nos invitan al silencio y a la reflexión acerca del anonimato al que son condenadas miles de personas que son buscadas y que, bajo las lógicas institucionales y estatales, son reducidas a cifras, posts y estadísticas que desdibujan su historia de vida e identidad. Cierto periodismo sensacionalista y efectista igualmente las diluye en el magma de indiferencia y normalización de la violencia que vivimos. Como cifras, o como notas rojas que asimila todo delito y todo agravio al mal llamado “narco”.
En el medio de diatribas políticas y narrativas tóxicas sobre las y los desaparecidos, las cifras, la terminología técnica y la política pública, finalmente se quedan miles de familias, las víctimas indirectas y las potenciales, la opinión pública adormecida o confundida, y la indolencia-impotencia estatal, fáctica, en campo,ante una situación ya estructural y cotidiana que ni podemos llamar simplemente “crisis”, como si fuera algo excepcional y coyuntural.
La rostridad precaria de los paneles montados en una exposición nos remonta a la precariedad de las vidas, consideradas sacrificables, y al estado liminal, entre vida y muerte, entre búsqueda y hallazgo, en que se encuentran decenas de miles de personas en nuestros presentes, mexicano y guanajuatense, marcados por un panorama forense desolador y una historia irresuelta de violencias secuenciales y abrumadoras.
Según el diccionario, el rostro es la cara, la parte anterior de la cabeza, y también es el semblante, es decir, la representación de algún estado de ánimo en el rostro mismo. La incerteza y la inmediatez de la imagen que vemos y recordamos se transfigura en la dimensión emocional que imprime memorias discordantes en nuestra experiencia frente a la producción artística. Lo incierto es lo que no es seguro, lo dudoso, lo desconocido, lo confuso, lo falso, inclusive.
El público de la exposición observa rostros individuales que concretan la semblanza de la rostridad, la característica o capacidad de hacerse rostro, definitivamente humana, a través de las emociones.
La comunicóloga y socióloga Rossana Reguillo, retomando a Deleuze y Guattari en Mil mesetas (1980), ha explicitado la función política del rostro y del acto de deshacerlo, que puede significar negación y aniquilamiento de la identidad-alteridad. Esto es la interrupción del proyecto vital y las relaciones sociales de quienes fueron desparecidos y de sus comunidades, afectadas en círculos concéntricos y expansivos. A partir del “acontecimiento Ayotzinapa”, Reguillo interpretó la escena del rostro desollado del normalista Julio César Mondragón, encontrado sin vida en Iguala después de la desaparición masiva y masacre en contra de estudiantes y pobladores, en el contexto de un crimen de Estado todavía impune:
es importante entender que en el caso de Ayotzinapa se desencadenan mecanismos de rostridad muy fuertes […] Rostros en escenas. Ayotzinapa ha sido demoledor porque sus imágenes no pueden ser reducidas. La rostridad de Julio César y los 43 normalistas constituye un dolor irreductible. Como quería Susan Sontag, “debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan”, no cerrar los ojos, ni los afectos ni la conciencia ante lo que Ayotzinapa nos dice de nosotros mismos.
Por otro lado, el rostro como cara y como semblanza, con sus rasgos y tonos, con sus expresiones faciales y comunicadoras, también se produce y reproduce, retorna como gramática y referencia simbólica. Así es como elabora nuevos entramados y sentidos, tanto gracias al arte como por la acción de reaparición visual que las familias en búsqueda exteriorizan, pública y políticamente, cuando bordan, pintan, llevan, imprimen, pegan y diseñan las caras de sus seres queridos, semblanzas del dolor y la esperanza a la vez.
Nos avisa la antropóloga india Veena Das en su libro “Sujetos del dolor, agentes de dignidad” (2008) que la cancelación de la subjetividad humana, como la que sucede en la desaparición y es combatida por el arte y la acción de las víctimas, supone que existen personas que no serían “dignas de ser tratadas como un otro que tuviera un rostro”. Justamente en el rostro reside el corazón de la subjetividad.
Los rostros inciertos de Gastón Ortiz nos recuerdan que demasiadas veces la opacidad estatal, el baile de las cifras oficiales, la superficialidad mediática y la actuación criminal se entremezclan peligrosamente para producir invisibilidad y confusión, para desaparecer dos, tres e infinitas veces a las personas ausentes, así que sus líneas y contornos indefinidos son un llamado de la estética y la imagen para abrir caminos de afrontamiento, transformación y diálogo colectivos.
Fotos : Cortesía Universidad Iberoamericana campus León




