Tiempos sombríos y trascendencia de Ayotzinapa –
Por: Fabrizio Lorusso
Son tiempos sombríos. Es un íncipit muy banal para una columna del 2 de octubre. A estas alturas, escuchamos la expresión cada vez más. En muchas, demasiadas, conversaciones, comentando del genocidio israelí en Gaza, el asolo de la muerte y sus imágenes en vivo, y la impotencia ante ello. Hablando de los planes de colonización y tierra arrasada en Palestina por parte de dos criminales como Trump y Netanyahu. Viendo la hipocresía de las decadentes ex potencias europeas y el cinismo de sus gobernantes que comercian y venden armas a Israel, y tímidamente apoyan el espejismo de “los dos estados”: sí, pero cuando ya no existan palestinos para hacerlo. Su plan para supuestamente parar la masacre es un insulto a la humanidad, un acto de bullying geopolítico, la imposición de la ley del más fuerte.
En esta fecha, memoriosa de la matanza de Estado en Tlatelolco en 1968, el texto es sombrío, dudoso, y retoma el hilo del pasado-presente para reflexionar sobre el presente-presente, a 11 años de no-justicia y no-verdad en el caso Iguala-Ayotzinapa. “La herida abierta de Ayotzinapa, 11 años después: memoria, impunidad, nuevas generaciones y un espejo que sigue doliendo”, ha titulado un diario local guanajuatense al relatar de un conversatorio que tuvimos en la Universidad Ibero León el 25 de septiembre. Atinado. Pues se trató de compartir resonancias, trascendencias y memorias intergeneracionales, entre docentes y estudiantes, acerca de la noche de Iguala, la masacre y la desaparición de 43 jóvenes, estudiantes también, de los cuales, quizás, nunca conoceremos el paradero. O no tendremos responsables, perpetradores condenados e instituciones imputadas de un crimen de Estado.
Sobre Ayotzinapa mucho se ha dicho y escrito y no se pretende aquí descubrir el hilo negro. Hemos pasado por varias fases históricas, al menos seis, al respecto.
Una son los antecedentes, desde la mal llamada “guerra sucia” de contrainsurgencia contra movimientos sociales y disidencia, siendo las normales del país, particularmente la normal rural “Raúl Isidro Burgos”, focos de atención y represión estatal d larga data. Y más recientemente, cabe recordar que al menos diez normalistas de Ayotzinapa han sido asesinados entre 2011 y 2024 por fuerzas policiacas.
Luego, la segunda es la llamada “noche de Iguala”, el 26-27 de septiembre de 2014, y la fabricación de la “verdad histórica” del exprocurador Murillo Karam y su banda de funcionarios, ya sean prófugos, acusados penalmente, o bien, promovidos dentro del aparato público. En esta fase, gracias al buen periodismo, a la sociedad civil, a personas defensoras de derechos y al GIEI (Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes) de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, comenzó a construirse un discurso y análisis alternativo, a contracorriente de la narrativa tóxica oficial, desmontada poco a poco entre 2015 y 2017. Asimismo, emergía la realidad sombría de las fosas clandestinas masivas alrededor de Iguala, los colectivos buscadores se multiplicaban en todo el país, así como la propia desaparición de personas como dispositivo de terror, control, ocultamiento.
En una tercera fase, AMLO prometió la resolución del caso, dar con el paradero de los muchachos, y en campaña el movimiento de los papás de los 43 se acercó al político tabasqueño. Como primer acto de gobierno creó el 1 de diciembre de 2018 una comisión de la verdad sobre el caso y luego una fiscalía especial, dentro de un discurso inicial de justicia transicional y después de foros de diálogo, paz y reconciliación, llevados a cabo en varios estados, entre esperanzas y expectativas de avanzar en contra de la violencia y la injusticia endémicas. Al mismo tiempo, sin embargo, el presidente electo, primer mandatario de izquierda en 80 años, comenzaba un peligroso viraje hacia las fuerzas armadas.
En una cuarta etapa, todavía entre 2019 y 2022, hubo avances importantísimos en el caso, el GIEI volvió a trabajar en México, hasta entregar su VI y último informe en julio del 2023. Ayotzinapa fue declarado crimen de Estado por Alejandro Encinas, titular de CoVAJ. Sin embargo, con las presiones de Geertz Manero en contra del fiscal especial Omar Gómez Trejo y de la presidencia a la CoVAJ para apresurar resultados y aprehensiones, el andamiaje institucional y la confianza del movimiento social y de los propios papás y mamás de Ayotzinapa se vinieron para abajo.
Este parón, como quinta fase, duró de finales de 2022 al 2024, año electoral, y se debió al blindaje militar, a la opacidad y la resistencia de las fuerzas armadas, sobre todo del ejército y el 27 Batallón de Iguala, para entregar folios que podrían esclarecer parte del caso y el paradero de un grupo de 17 normalistas, así como para ser investigadas y sancionadas, en su caso. Esto se juntó con la indolencia de la FGR y las dimisiones “forzadas” del fiscal especial que más había progresado en emitir ordenes de arresto contra civiles y militares, y en realmente reconstruir todo el expediente. Se veía luz, hasta 2022, pero fue tapándose hasta desaparecer (casi) del todo. Ya no ha habido avances, las pistas planteadas por expertos y comisiones no fueron perseguidas y aclaradas, y aumentaron los ataques del gobierno en contra de muchos actores sociales e interlocutores clave en el caso.
En la sexta fase, ya se cumple un año, casi, de gobierno de Claudia Sheinbaum, hubo cinco reuniones entre la presidente y/o gobernación con los padres de los 43, pero los avances concretos no se ven. El tema de las desapariciones, en efecto, había quedado ausente dentro de la agenda gubernamental, hasta la emergencia mediático-política que suscitó el caso Teuchitlán, en marzo pasado. Más tecnología, menos presupuesto, más búsquedas, ningún hallazgo, y quizás la promesa de recurrir nuevamente a grupos externos de especialistas, esta vez por parte de la ONU. Sin embargo,todavía no conocemos la verdad sobre los 43, no hay ninguna condena a la fecha y los 24 militares acusados o implicados están libres, en sus domicilios o en el limbo dorado del Campo Militar Número 1, en espera de juicio.
Para cerrar este resumen y respetar el título de la columna, simplemente menciono los elementos de trascendencia de Ayotzinapa, más allá de los altibajos y los enterramientos de verdad y justicia a los que hemos presenciado en estos años. Y su trascendencia, en efecto se debe más al movimiento social y la organización colectiva que a cambiantes propósitos gubernamentales a lo largo de tres sexenios.
Desde el inicio, la violencia en Iguala logró una inédita visibilidad y se transformó en acciones globales, seriales, semanales, solidarias.
Los hechos fueron construyéndose rápidamente como acontecimientos históricos, por ende, objeto de disputa política y narrativa entre fuerzas asimétrica: por un lado, el gobierno y la fiscalía, con los medios corporativos dominantes y criminalizadores de las víctimas, y por otro los medios independientes, las personas expertas y solidarias, los propios acompañantes, abogados e integrantes del circulo cercano a los papás y mamás de los 43.
El patrón de persistente impunidad en Ayotzinapa es espejo del mismo, triste, fenómeno estructural que viven más de 130mil familiares y víctimas directas de la desaparición en el país, y de muchos otros crímenes que no son procesados y sancionados por la justicia. Por eso es trascendente, porque es el espejo de muchos más casos y de la acumulación de agravios en el país.
Se trata de un crimen de Estado que el mismo estado reconoce, pero oculta, mostrando como sus aparatos sean contradictorios, fragmentados y complejos, autoritarios y abiertos a la vez, pero finalmente en su conjunto promueven la procuración de injusticia y el encubrimiento. Es el espejo de las masacres del pasado que se clona en el presente en espiral. No hay justicia transicional posible en estas condiciones, sobre todo tras el empoderamiento exponencial, histórico sí, pero también más agudo en el sexenio pasado, de las fuerzas armadas. Hilo rojo de múltiples violencias en la historia del país, del siglo XX al XXI.
Ayotzinapa trasciende porque muestra tramas transexenales y nudos irresueltos, desde sus antecedentes, en el contexto de uno de los estados más pobres y golpeados por la represión desde hace décadas, hasta el presente distópico de la desaparición de jóvenes, con sus futuros, y el entierro masivo de cadáveres que reaparecen y reivindican memoria.
Ayotzinapa es trascendente porque existe en muchos territorios de México. Es producto de la descomposición y recomposición de la legalidad, la ilegalidad y la paralegalidad que caracterizan intrincadas redes mafiosas, en donde el Estado, la política, le economía, la empresa y los intereses transnacionales, los grupos criminales, paramilitares y armados terminan cooperando o disputando, se coluden o compiten en un sinnúmero de combinaciones yfranquicias delictivas y marcas de la muerte. Son el brazo necropolítico de una gubernamentalidad neoliberal que trasciende un caso, trasciende el gobierno y hasta las partes y polos políticos, ya que está incrustada en arreglos institucionales, acuerdos ideológicos y económicos, geometrías variables del poder decidir quién y cómo ha de morir o desaparecer.
Por otra parte, Ayotzinapa ha detonado cambios: legales, políticos, ideológicos, sociales, de percepción sobre la desaparición, paulatinamente, como todo cambio desde abajo, pero consistentemente también. Nació un renovado movimiento de personas buscadoras que han podido mostrar pautas de moralidad y dignidad para con el resto de la sociedad, comenzando a quebrar tejidos de miedo e indiferencia ante las violencias.
Para las nuevas generaciones, como emergió de las opiniones vertidas en nuestro conversatorio universitario, la lucha contra el olvido y la acumulación de memorias de resistencia no son palabras vacías sino elementos de una ética trascendente que puede permear acciones colectivas, relaciones sociales y expectativas sobre el rumbo de nuestras comunidades, más allá de la academia, así como presentes más dignos contra el olvido y visiones de un país con justicia.
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