Másimu, el requinto del trío Xavizende / Jorge Magariño

Detrás suyo, adosados a una pared cuyo color vio pasar mejores tiempos, penden cuatro fotos, tres de ellas antiguas, donde se ve la sonrisa galana que le ha caracterizado siempre; en una se puede apreciar a un buen mozo en pose de artista, con la guitarra al pecho, como acariciándola, como no queriendo dejar que agarre vuelo sola.

En otra, un tanto reciente, ya se ve al personaje que muchos alcanzamos a escuchar en los terrenos floridos de un céntrico bar juchiteco, trovando junto a Mariu Cheenu’ y Jimmy, el que destaza ganado a golpe de hacha y cuchillo, allá por Cheguigo.

Encasquetado el sombrero de palma, puesta la guayabera blanca, con la colorida uña de plástico en el pulgar derecho y la mirada en calma, Máximo Santiago Sánchez (Másimu en nuestra lengua) parece decirnos desde esa su casi beatífica sonrisa que le  pongamos atención, que las cuerdas por él pulsadas están a punto de bailar bajo el conjuro de sus dedos.

Setenta y cinco años después de haber tocado su primera guitarra, en casa del peluquero Vítor Chi’ta’, Másimu se regodea todavía con una habilidad que recuerda aquellos cercanos tiempos del bar Jardín, de la cueva de Ta Nide, del bar Taurino. Y qué me cuentas de La choza, dice. ¿Y de La campeona? Llevado por este interés suyo, le pregunto cuánto tiempo lleva sin salir a tocar en las cantinas con su amigo Jimmy (Mariu dejó este mundo de reformas hace algunos años). Sus ojos dejan salir una lánguida luz y responde: uuu, ya tiene como un año, no, más, un año y tres meses.

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“Ya no puedo, estoy enfermo. Apenas hace unos días me llevaron al sanatorio san Judas, me sacaron seis mil pesos, pero no me hicieron nada. Me siguió doliendo el cuerpo, continuaron mis problemas, luego mi ojo que casi no puedo abrir” (y uno mira, entonces, los lentes oscuros que le cubren medio rostro). “Algunos amigos me ayudaron para pagar lo del doctor, que primero pedía siete mil, pero luego le bajó”.

“Ya después, con el apoyo del Dif me atendieron en el Centro de salud, ahí fue que me pusieron esto”, habla mientras voltea para señalar una sonda que desagua lentamente los humores de la vejiga.

En voz baja, su hija María de Lourdes cuenta primero que su padre ha perdido un poco de su capacidad auditiva, enseguida agrega que el ojo derecho lo tiene casi cerrado, a resultas de una infección que está siendo atendida con unas gotas para el caso. Disminuye el volumen de sus palabras, se acerca a la visita para compartir datos de la enfermedad más fuerte que aqueja al legendario requinto del Xavizende. Él no lo sabe, manifiesta antes de seguir su tarea en el lavadero.

Sentado al borde de su hamaca, viste un calzón deportivo y una playera que restira para mostrar un logotipo de campaña electoral. Seis de éstas me regalaron, expresa ufano.

Le pido permiso para que Emmanuel le tome unas fotos y grabe algo en la videofilmadora. Asiente y sonríe. “Hace poco vino una muchacha guapa, platicamos y me tomó unas fotos, luego vino y me dejó eso”, cuenta y apunta hacia un recorte de periódico enmarcado. Aprovecho para preguntarle que si la magia de su guitarra atrajo las caricias de algunas mujeres. Una amplísima sonrisa le ilumina el rostro moreno antes de responder con una alargada letra: uuu.

María de Lourdes le alcanza una guayabera blanca y un sombrero al cual mira insatisfecho. Éste no, el otro, éste está feo, le reclama a la hija. Hacen el cambio y toma su guitarra. Se coloca la uña de plástico y comienza a rasguear. Es otra su mirada, otra la postura de su cuerpo, que ahora se endereza al comenzar una suerte de calentamiento de los dedos. Ya están un poco engarrotados, dice mientras los mueve. Agarra vuelo y sigue.

Mientras por el callejón de la Séptima pasa el ruido de un mototaxi y por la calle cercana los coches dejan el sonido de su carrera, Másimu entorna los ojos.

¿Y el Fandango?  le suelto a media pisada. Újule, eso si está difícil, contesta. Pero no se amilana, toma su viejo capotraste, lo ajusta e inicia los acordes de una pieza cuyo arreglo surgió después de la apuesta que hiciera con el torero juchiteco Cuatru’, allá por las fiestas de san Pedro en Tapanatepec, hacia mil novecientos sesenta y cinco. Un Fandango teco que le ha hecho ganar más aplausos que dinero, pero que él ejecuta no sin dificultades.

Termina la melodía. Sus ojos continúan iluminados. Sabrá dios cuántos rincones, cuántas cantinas, ciudades, visita en su recuerdo. Cómo es que te llamas, me pregunta. Le respondo. Ah, sí, claro, fuimos algunas veces a tu casa con los muchachos ¿verdad?, agrega.

Le miro y la memoria mía viaja también a los centros culturales de relajantes aguas en que nos encontramos con los viejos amigos. Nos levantamos para despedirnos, agradecemos su cortesía, su generoso corazón de juchiteco bien nacido. Devuelve la mirada y sus dedos se mueven para regalar algunas notas del Moliendo café.

El mediodía nos espera en el callejón.

Jorge Magariño

 

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