El hombre de la tina multifónica. Adiós a Pancho Tina
Hacia 1995 quiso la fortuna ponerme al habla con Eraclio Zepeda. Le propuse, sin más ni más, que viniera a echar cuentos en Juchitán. Acordamos la fecha y otros asuntos para el caso.
Cuando se llegó el día señalado, el gran Laco llegó a estas tierras de san Vicente Ferrer y Mariá santísima. Momentos antes de comenzar la charla en la Casa de la cultura, le tomé de un brazo, el izquierdo, claro, y le conduje a un rincón. Ahí le comenté que había yo invitado a un personaje singular que podría estar a tono con los cuentos. Le adelanté algunas características, subrayando -por supuesto- dos: la orquesta presidida por la tina y las singulares traducciones que hacía el mencionado, canciones tropicales de moda, pasadas a la lengua de los zaes.
Diría yo que el chiapaneco se frotó las manos cuando escuchó la descripción y me jaló enseguida hacia la sala. Francisco Toledo abrió el acto con su magistral Mambo número 8, emulando en el momento preciso aquella rasposa exhalación vocal de Pérez Prado: aaahhhh. Por poco y se derrumban las paredes del auditorio con los aplausos, las carcajadas y las palmadas de regocijo con que festejaban público y escritor.
Al término de la jornada, al filo de las siete y media de la noche, Eraclio, feliz, sentenció: No se diga más, me llevo a este hombre para transmitir mi programa semanal de Radio educación. Y así fue. Desde el teléfono de la presidencia, con un sonriente Óscar Cruz a un lado (alcalde entonces), el escritor presentó a Pancho Tina, que era así como conocíamos al Francisco Toledo nacido en Ranchu Gubiña, Unión Hidalgo, pueblo ubicado a dos pedradas de Juchitán.
Habló maravillas del artefacto musical construido por el propio Pancho, lo dejó cantar, le abrazó vivamente emocionado.
Tiempo después, el músico relataba que un día se puso a pensar en qué se ocuparía para ingresar centavos a la casa. Por entonces un mago le adelantó: Tú vas a ser un gran hombre. Y él le preguntó a la esposa, también unidalguense, “’¿puedo hacerle un agujero a esa tina?” la mujer le contestó con toda seriedad, “si a mí me usaste, cuantimás a esa tina”. Ahí quedó sellado el futuro de aquel trasto galvanizado. Le ató un cordel de plástico, el cual tensaba con un palo de escoba y daba un buen bajeo para acompasar el ritmo de sus interpretaciones. Al instrumento así conformado le llamó Tinacornio.
Más tarde sumó una armónica al conjunto, una armónica sencilla que no daba para ciertos tonos, por eso, una mujer de nombre Úrsula Klessing le obsequió una de mejor factura, traída luego de un viaje a tierras teutonas. Sí, ella también era teutona. Se trataba en realidad de una correspondencia, un agradecimiento por haberle compuesto una amorosa canción, donde se declaraba ferviente admirador de los atributos de la madura rubia.
Pero el prefirió siempre su popular cilindro de boca.
Contaba que una vez habilitado su instrumental, no faltó quien le dijera, “pero se van a reír de ti”. Su sabia contestación llegó tranquila, con esa su sonrisa que medio alargaba su bigote: “para eso lo hice, para que la gente se ría”. Una vez que salió con el aparataje a la calle, una cantinera tituló al susodicho conjunto como “Unión la tina”. Él hizo suya de inmediato la denominación, explicando que en efecto era una unión la establecida entre el neorecipiente y él mismo.
Con el Tinacornio ya rebautizado salía diariamente a recorrer andaduras, bares y cantinas, haciendo de la chanza su eterna compañera, improvisando versos, como aquellos que le compuso a La garnacha Matus, a la sazón presidente municipal, lo cual le valió perder temporalmente la visa para ingresar a tierras juchitecas, silvestre policía de por medio.
Siempre con su sombrero de palma (era oriundo del barrio Palmero), con su camisa de manga larga (eventualmente de colores intensos), sus huaraches cuya lozanía el tiempo carcomió, y una lengua incansable que no paraba de hablar ni de cantar.
Le sentamos a la mesa innumerables veces. En aquel refugio antiaéreo construido por Desiderio de Gyves, originalmente instalado en la calle Adolfo C. Gurrión, nombrado Ra bacheeza’, como el título de una canción del enorme Rey Baxa. Ahí recibimos a la fotógrafa Graciela Iturbide, quien escuchó deleitosa al amigo Pancho. Dicho búnker hidráulico se trasladó luego a la vuelta, en la avenida Allende, justo en el solar donde unas décadas antes se realizaba la venta de marranos, en donde conversamos animadamente, oyendo en el entretiempo “Me gusta tu cucu” (riuuladxe´ra xa’nu’, decía el juglar Toledo).
Le escuchamos en la mixtequita, al calor de la botana; en una desaparecida cantina, instalada en los noventas en un callejón laberíntico de Cheguigo; saboreando un corazón de res al horno, en la taberna de Nide; en el mítico bar Jardín, mirando todos, bebensales y músico, el meneado andar de la hermosa Martha.
Luego le perdimos el paso. Algunos platicaron que se trataba de un receso por motivos de salud; otros, que la parentela ya no le permitía salir al diario trajinar. No faltó quien le colgara por la internet el título de difunto, hará cosa de dos años.
Pero ayer, cuando apenas despuntaba el oro del sol, santa Cecilia le llamó para otros rumbos; le puso una escalera hecha con cuerdas de tinacornio y acompañada con la armónica de Úrsula Klessing entonó la solfa del Cerezo rosa y Patrulla americana.
Francisco Toledo Alonso detuvo su corazón, y subió…
por Jorge Magariño
Imagen ilustrativa tomada del fbk de José Arenas.