Guie beeu, piedra lunar, cal viva / por Jorge Magariño

 

Bajo un sol rotundo, en un andador del panteón de Xadani, el compadre Zenón mira hacia el norte y sonríe al ver un árbol frondoso, a unos cien metros del sepulcro de su hija Soledad. Es un chubi’, dice, produce unos frutos sabrosos; cuando niños, buscábamos una vara larga para cortarlos, este árbol en particular tiene frutos grandes, así –dice, y forma un volumen imaginario, del tamaño de un limón, con el pulpejo de los cinco dedos de su mano derecha.

No lo ves florear, de pronto miras la bolita que poco a poco va creciendo ahí, entre las hojas. Para mayo ya los puedes cortar, bueno, los podías, porque ahora ya nadie les hace caso. Creo que los niños ya ni fruta comen, menos de aquellas que nosotros gozábamos en los viejos tiempos, como el cachimbo, que ya nomás se pudre en el árbol, ya ni me acuerdo de su sabor, tanto tiempo ha pasado desde que me subía por el tronco rugoso.

A un lado, la comadre Carmen mira absorta las flores que reposan sobre la tumba de su hija, fallecida hace diez años, justamente por eso es que estamos aquí, luego de las oraciones dichas en alta voz, salmodiadas, a ratos salpicadas con vocablos en un presunto latín que la memoria de Sonia la rezadora nos trae en esta ardiente mañana de recuerdos.

¿Te acuerdas de los dulces de cereza? Ah, qué delicia, ya de sólo mirarlos sobre una hoja de almendra o en la cuna del totomoxtle, se me hacía agua la boca. O el dulce de mezquite, que no era gran cosa prepararlo: llenaba uno la bandeja con los mezquites maduros, casi morados; después se machacaban un poco, para que soltaran su jugo y absorbieran el dulzor del azúcar, el sabor de la canela, tal vez algo de color del carmín. Y a ponerlo a hervir en un cazo mediano sobre el fogón. ¿Conociste ese dulce? –me pregunta, y le cuento una anécdota.

Hace como diez años, me encontraba en el costado poniente de la casa cuando vi a un  hombre dejando su morral en el suelo, a cinco metros de mí; echó un salivazo en las palmas de sus manos y tomó con firmeza la jacha, mirando con decisión un árbol de mezquite con no menos de veinte años de edad.

-Qué vas a hacer, ingrato –le pregunté alarmado.

-Voy a derribar este árbol, el dueño del solar me pagó por hacerlo, porque su esposa va a ocupar la leña –respondió con absoluta calma el tipo.

-Por favor, ve y dile al dueño que le devuelvo lo que te pagó, y si hace falta le pago también lo del árbol.

-Pero ya me dio la orden.

-Anda, te lo pido de corazón, ya no hay muchos mezquites en el pueblo, y quisiera salvar éste, que además le da sombra a mi casa –le expliqué compungido.

-Está bien –fue su frase última antes de marcharse.

No habían pasado ni veinte minutos cuando el hombre regresó. En silencio recogió su morral, la jacha y me dio la espalda.

-Qué pasó –lancé la pregunta.

-Nada, que dice que no tire el árbol.

-Pero cuánto le debo, qué hago.

-Nada, todo está bien. Que se quede el árbol.

El hombre se marchó. Un año después, las vueltas de la vida provocaron que los dueños del solar del mezquite ofertaran a doña Reyna el predio, pues necesitaban algo de vuelto para casar a uno de sus hijos. La buena fortuna permitió juntar la cantidad requerida y el árbol aquel anda por los treinta años, creciendo feliz, soportando los embates de veloces vientos, en nuestra propiedad.

A poco, ah qué bella cosa esa, compadre, me dice el buen Zenón, con sus alrededor de setenta y cinco años a cuestas. Qué bueno, porque ya casi no se ve el mezquite por aquí cerca, las señoras que echan tortilla y totopo lo ocupan mucho para el horno. ¿Te acuerdas que antes las mujeres ocupaban la cal viva para cocer el maíz y luego llevarlo al molino? Y entonces me lleva, ahora él, a una anécdota, a un recuerdo que se ha ido perdiendo poco a poco entre nosotros.

La plática, desarrollada en lengua nube, el diidxazá, me lleva a escuchar de labios del compadre Zenón el nombre de aquella piedra de donde se obtenía la cal: Guie beeu –dice sonriente-, así es como salía su nombre en esos tiempos, cuando la ocupaban para edificar las casas que el terremoto del dos mil diecisiete derribó.

Piedra lunar, pienso yo en español, hermosa manera de llamar al elemento que permitía pegar adobe con adobe, ladrillo con ladrillo, levantar muros que sostendrían vigorosas planchas y morillos de madera traída de bosques cercanos todavía hace unos ochenta años, luego vendría el lodo para colocar el tejado, la techumbre, como en la desaparecida casa de mi madre, en Juchitán. Y sigue Zenón.

A lomo de carreta traían las piedras de los cerros de La ventosa, por donde ahora están plantados los ventiladores de los yólicos. Vaciaban todo en el suelo, enseguida le echaban agua y podías ver, escuchar, cómo se iban quebrando las piedras, haciéndose pedacitos hasta quedar en puro polvo.

Ya que estaba la loma de cal, se le rociaba con otro poco de agua, por encima, para formar una costra dura de unos dos centímetros. Así ya quedaba lista para ocuparla, poco a poco. Incluso, una vez que se comenzaba a usar, se hacía un hoyo hasta abajo, por ahí se sacaba lo que se fuera necesitando.

No, no, cómo crees, no se mezclaba con arena para pegar los ladrillos. Se hacía con tierra, como la que se usa para las macetas, así se preparaba, quedaba maciza la construcción. Por eso duraron tantos años, hasta que vino el temblor, pero eso no lo aguantaron ni las casas de material.

Entrecierra los ojos, mira de nuevo el sepulcro de la hija, y me dice: Vámonos, vámonos, que el sol ya está muy caliente.

Santa María Xadani, en la antesala del eclipse lunar de este 20 de enero de 2019.

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