El imaginario de Monterrosa, a la visita de los niños de Chicapa de Castro / Víctor Fuentes

Eran cinco minutos antes de diez de la mañana, la camioneta de tres toneladas, se estacionaba justo detrás de un coche color humo, en esos breves minutos su conductor abrió el portón que buscábamos y desapreció. Bajamos los niños, sus madres y el maestro del  grupo.

Días previos contactamos a nuestro anfitrión, el maestro en pintura. Fijamos la fecha, pero por cuestiones de trabajo, él, la trasladó una semana después, así los niños y el maestro  titular, prepararon detalles para obsequiarle a nuestro visitante.

Llamamos por el timbre que una vez fue conmutador, esa mañana, bastó tocarlo en dos ocasiones y el maestro abre la puerta blanca, sonríe a todos y nos deja pasar. Durante el trayecto del pórtico a su casa-estudio terminó de saludar a todos, nos ofreció sillas y algunas butacas, en un lugar cercano a su estudio y que recién había rociado con agua.

Los niños se dispersaron por todo el patio queriendo tocar, hurgar y de un solo tirón comerse toda la casa, vieron a la guacamaya que el maestro les presentó como Camila, no dejaban de ladrar y perseguirlos dos perros xoloitzcuintles, Frida y Bizaa, a los otros el maestro Monterrosa, les enseñó a los niños y a ellos, respetar nuestros espacios, les pidió a la mamá Luna, Güero y Telayú echarse alejados de nosotros, para permitirnos conversar más cómodos.

Tampoco paraban de preguntar, y decir entre ellos, los asombros de la visita, con mucha dificultad los organizamos para sentarlos y escuchar al maestro pintor, sentados un rato desplegaron su guión de  entrevista, que muy poco les sirvió, algunos apenados preguntaban, otros repetían preguntas de tanto nervio, perdían con facilidad la atención.

Terminamos invirtiendo las preguntas, el maestro les propuso hacerlo, y preguntó si les gustaría contarle qué serían de grandes, vinieron las respuestas enseguida: doctora, enfermera, guacho, taxista, maestras y una niña con voz enérgica dijo que sería pintora.

El maestro, sonrió y la nombró como colega, a los demás fue más difícil sacarle palabras.  Enmudecieron ante tanto asombro, tanta emoción de tener a un maestro como Francisco Monterrosa, al frente.

El maestro se quedó prendado con los rostros étnicos de dos de los niños, les ofreció que serían sus modelos, ya en la escuela Azucena, una de ellas, no para de decirles a todos que es modelo del maestro, cada que vez que me ve tomar fotos, me pide de inmediato le haga una, para su mentor. Para que pronto me pinte. Termina diciéndome. Así el maestro, debe enterarse que ya tiene mucha tarea, para los días venideros.

Muy pronto el maestro se paró y nos contó algunas anécdotas de su viaje a Japón, que después de hacer solo señas y sonidos raros, terminó hablando japonés, después de dos años de residencia. Nos comentó de la libertad y férrea disciplina para con los niños en la edad de ellos. Sus visitantes.

Cada niño japonés puede hacer lo que más le guste, hasta dormir una siesta en las horas de clase, además se involucran en los deberes. Y son respetadas sus ideas. Pues ellos no son tan inteligentes como se muestran ante el mundo, eso  es verdad, a medida de esa disciplina y perseverancia, acentuó el maestro.

Luego conversó de lo que a él más le gusta, su pasión por la pintura, de cómo le nació el deseo de ser un pintor, de ser surgidor de los sueños hasta saber qué eso, es ser un surrealista.

En la infancia se encontró con ésta su pasión, la infancia le enseñó lo que sería de grande, pintaba con jugo de almendras los pisos, las banquetas y las paredes de las casas. Cómo llegó a la casa de la cultura de la ciudad de Juchitán, encomendado por un amigo suyo, dijo el maestro: “Todos abandonaron el curso, pagábamos cincuenta centavos, al terminar el taller me quedé solo, fui el único que recibió su diploma”.

Llegó el momento de entrar en sus habitaciones, las más íntimas, la del taller y sus obras. Les mostró sonriente y generoso, atento a los niños, les reveló  los pormenores sobre un retrato que uno de sus pupilos le pintó, marcó y resaltó detalles que pudieran otorgarle mayor realismo, y nos siguió mostrando las obras que tiene inconclusas, les habló de la presencia de la luna en sus obras, muy  a propósito de las  preguntas de nuestros niños visitantes.

Les comentó sobre los bastidores que serán convertidos en obras algún momento y los caballetes donde pinta, les habló de algunas técnicas y materiales que acostumbra usar. Les enseñó un grabado que aún no termina.

Llegamos a lo más emociónate para todos los presentes, abrió su apartamento,  ahí se halla una cama pequeña y con dosel, una réplica de la cama de la pintora mexicana Frida Kahlo, su altar  es una foto de Frida, muchos objetos antiguos, cuadros, portarretratos, espejos, máscaras, baúles y una serie de detalles como el jarrón de cristal transparente donde conserva las plumas coloridas que Camila, la guacamaya, muda.

Respirar esta habitación nos hace volver a creer en lo maravilloso que puede ser la vida de un pintor, en el intersticio de comulgar tiempos idos y los tiempos presentes. Las madres quienes nos pudieron acompañar se admiraban de todo, en especial de las flores pintadas en su ropero, en las cenefas de los baúles y en las telas del maestro.

A una de ellas, le propuse hablarle al maestro, de su técnica de bordado, conversaron y al final, él se despide de nosotros, nos da la mano, sentí su abrazo cálido, fraterno. También abrazó al profesor del grupo, a cada niño, al final me dijo muy cercano: “Los vi, todo el tiempo, registrando en sus cámaras los acontecimientos, y me dije qué tiempos son estos ¿Verdad? Yo no tuve una cámara sino ya de viejo, pero ellos, son ahora una alegría”.

El maestro Monterrosa, antes de cerrar la puerta, propuso volver a coincidir, invitó que nos acompañen  otras madres para que juntos iniciemos un taller de arte, quizás hagamos máscaras, jicalpextles, o pintemos más lunas, dijo sonriendo, o quizás primero les devuelva la visita. Me lleven al río, o al mar y pintemos todo, todos juntos.

Víctor Fuentes

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